Desde sus inicios, Juventud para Cristo  ha estado sostenida por una fuerza invisible pero vital: el voluntariado. Personas comunes, de distintas edades y trayectorias, que decidieron invertir su tiempo, su energía y su fe para impactar la vida de otros. Antes de tener oficinas, programas estructurados o personal rentado, hubo jóvenes y adultos que dijeron «sí» al llamado de servir.
A lo largo de las décadas, el voluntariado ha sido el corazón de la misión de JPC, y esa historia se puede contar a través de quienes la vivieron desde adentro.

Adriana D’Agata comenzó a vincularse con JPC en 1978, cuando tenía apenas 18 años. Primero participó de las reuniones de Música y Canto, que se realizaban un domingo al mes y reunían a jóvenes de distintas iglesias. “Era una oportunidad excelente para encontrarnos con gente diferente, pero con las mismas inquietudes”, recuerda. Poco después, se integró como voluntaria en un Club Bíblico. Lo que más la atrajo fue la forma de presentar el evangelio: de joven a joven, con temas actuales, pensados con sensibilidad y claridad. Esa manera fresca, relevante y honesta de hablar de la fe fue lo que la motivó a involucrarse.

Hugo Píriz, por su parte, comenzó su camino en JPC incluso antes de que el movimiento estuviera formalmente organizado. Fue en abril de 1972 cuando lo invitaron a ser parte de un grupo que se estaba gestando. “Había un buen ambiente espiritual y un fuerte deseo de compartir la fe con la comunidad cristiana y con la sociedad uruguaya”, cuenta. Recién en setiembre de ese año se conformó oficialmente el movimiento, pero Hugo ya estaba allí, como voluntario.

Ambos coinciden en que, en aquellos años, todo el trabajo se sostenía gracias al compromiso voluntario. No había personal contratado. Cada quien ponía lo que tenía: tiempo, ideas, recursos, esfuerzo. Los ingresos provenían de pequeñas ofrendas, aportes de los propios voluntarios o eventos como proyecciones de películas y presentaciones teatrales. Cada uno cubría sus propios gastos, incluso en actividades como los encuentros de Música y Canto, donde se cobraba un bono para cubrir costos, y los propios organizadores también lo pagaban. “Los ingresos mensuales apenas daban para pagar el alquiler de la oficina y comprar café”, recuerda Adriana. Pero la pasión por servir suplía cualquier carencia material.

Vivieron momentos transformadores. Para Adriana, liderar Clubes Bíblicos fue una experiencia que marcó su vida. “Aprendí a cuestionar mi fe sin culpas. Tenía que estar preparada para dialogar con jóvenes que venían de realidades muy distintas, que no se conformaban con fórmulas. Había que pensar, había que dar razones”, dice, recordando las palabras de 1 Pedro 3:15: ‘Estén siempre preparados para responder a todo el que pida razón de la esperanza que hay en ustedes. Pero háganlo con gentileza y respeto’. Hugo también guarda cada encuentro como una bendición. Jóvenes de distintas congregaciones se reunían para planificar actividades de evangelización, edificación y formación. “Además de nuestras responsabilidades en nuestras iglesias, sumábamos estos encuentros en JPC. Era una pasión compartida”, dice.

Con el tiempo, lo vivido como voluntarios en JPC dejó una huella mucho más profunda. Adriana construyó casi toda su vida en ese ambiente: mientras estudiaba, seguía liderando clubes y participando en campamentos. Luego trabajó en JPC hasta su jubilación, se casó en ese contexto, y su hija pasó sus primeros años rodeada de proyectos, ropa para campañas y recorridas en camiones por barrios. “Mi vida y mi trabajo estuvieron prácticamente siempre vinculados a JPC”, afirma. Hugo, con más de cincuenta años de trayectoria, dice sin dudar que JPC fue central en el desarrollo de su vida personal, familiar, congregacional, y también en su manera de vivir la ciudadanía. “La visión cristiana que había en el grupo era seria, creíble, todo pensado desde la perspectiva de un joven. El voluntariado ofrecía —y ofrece— una forma muy especial de canalizar la vida, especialmente la vida de fe.

Hoy, ambos siguen creyendo profundamente en el voluntariado. Adriana, ya jubilada, ha vuelto a ser voluntaria en JPC y en otros espacios. “El voluntariado es una forma de invertir la vida para contribuir al bienestar de otros, pero también permite desarrollar capacidades valiosas como el trabajo en equipo, la empatía, el sentido de pertenencia”, afirma. Hugo coincide: “Es una posibilidad muy linda de vivir la fe con sentido”.

La historia del voluntariado en JPC está hecha de estas voces. De estos pasos silenciosos, pero firmes. De estas manos abiertas. Y sigue escribiéndose cada día, con quienes hoy eligen servir, como lo hicieron ellos.